sábado, 5 de septiembre de 2009

EL ZORRO Y LA PERDIZ

El zorro estaba enamorado del silbo de la perdiz. Trataba de imitarlo en toda forma, pero sólo le salía un soplido ridículo, y en cuanto se descuidaba, se le escapaba su grosero ¡cuac!, ¡cuac!

Resolvió pedirle a ella misma que se lo enseñara. ¿Cómo haría, con el miedo que le tienen las perdices al zorro?

Un día se encontraron en un caminito del campo. La sorpresa de la perdiz, que ya se veía en los dientes del zorro, fue grande cuando oyó que le decía:

- Comadrita, ¡qué bien silba Ud.! ¿Cómo podría hacer yo para aprender su silbido?

- Puede coserse la boca, compadre, - le contestó tímidamente.

- Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario. ¿No podría hacerme el favor de cosérmela Ud. misma?

- Trataré de complacerlo, compadre.

La perdiz, aunque llena de desconfianza, se sacó una pluma del ala, y con una raíces muy fuertes le fue cosiendo la boca. El zorro soportaba, feliz, el sacrificio.

Cuando le quedó un agujerito muy pequeño, la perdiz le hizo probar. Le salió un silbo bastante fino que lo puso muy contento.

- Compadre, debe ensayar así muchas veces al día hasta que le salga en forma perfecta, - le aconsejó la perdiz. - A mí me costó mucho aprenderlo.

El zorro, que no podía hablar, asintió con la cabeza.

Ya se despedían, cuando de pronto, la perdiz, como suele hacerlo, voló con su vuelo pesado y pasó rozando la cabeza del zorro. Este no pudo con su instinto; sin querer hizo su natural movimiento de abrir la boca para atraparla, y se le rasgó de oreja a oreja.

El pobre zorro no sólo perdió su única oportunidad de aprender a silbar, sino que, por mucho tiempo, no pudo comer perdices.

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